LECTURAS Y COMENTARIOS

Para ti, ¿quién es Jesús? / Domingo 21 de Agosto 2011

Jesús hace un alto en su actividad entre la gente para dirigirse a los discípulos y hacerles descubrir algo más sobre los planes del Padre. Comienza preguntándoles qué decía la gente sobre él, quién era él para la gente.

Ellos responden indicando que la gente en general estaba admirada con su persona, que lo consideraban un gran profeta vuelto a la vida. Pero el interés de Jesús estaba sobre todo en la siguiente pregunta: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. En realidad esta es la misma pregunta que vuelve a dirigir el Señor a cada uno de nosotros, para que revisemos qué lugar está ocupando él en este momento de nuestras vidas. Pedro toma la iniciativa, y es lo que Jesús estaba esperando. Y Pedro, iluminado por el Padre celestial, responde con una hermosa y profundísima confesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús elogia a Pedro por haberse dejado iluminar de esa manera y le hace notar que su respuesta no viene de su inteligencia humana o de sus luces naturales. Su respuesta viene de Dios que lo ha iluminado. Pero al mismo tiempo, el Señor anuncia el lugar particular que ocupará Pedro en su Iglesia. El nombre de Pedro en griego (Pétros) significa una piedra que se usa para arrojar, pero Jesús lo convierte en “petra”, que es una roca donde puede construirse un edificio firmemente asentado. Y para que quede claro que Jesús quiere que haya alguien en su Iglesia con ese lugar especial, continúa diciéndole: “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo”. Los judíos usaban la figura de las llaves en varios sentidos, pero significaba sobre todo la autoridad para juzgar y conceder perdón, y para aclarar discusiones en torno a la Ley. Ante este texto podemos cuestionarnos si miramos la autoridad de la Iglesia con ojos de fe, reconociendo que Jesús mismo ha querido actuar a través de seres humanos con autoridad, pero también podemos escuchar a Jesús que vuelve a preguntarnos: “¿quién soy yo para ustedes?”

¿Cómo pedir ayuda en medio de la tormenta? - Domingo 7 de Agosto 2011

Jesús manda a los discípulos a la otra orilla, y luego de des- pedir a la gente, sube a la montaña para orar. Mientras tanto, una tormenta sorprendió a los discípulos en medio del mar, la barca era batida por las olas, y el viento contrario hacía difícil avanzar. Pero Jesús en ese momento estaba en íntimo diálogo con el Padre, y sus discípulos estaban protegidos. El mar, sobre todo el mar encrespado, es símbolo de las fuerzas amenazantes del mal. Por eso el Apocalipsis dice que en la Jerusalén celestial “el mar ya no existe” (Apoc 21, 1). Luego Jesús se acerca a ellos caminando sobre el lago, pero no pueden reconocerlo y se llenan de temor. Cuando Jesús dice “Yo soy”, nos recuerda el Nombre glorioso de Dios (Éx 3, 14).


Pero en medio de esta escena vemos a Pedro con una reacción extraña. Él también quiere caminar sobre las aguas, experimentar esa libertad maravillosa en medio de la tormenta amenazadora. Y ante el espectáculo de Jesús sobre las aguas parece perder todo temor. Pero esta experiencia sobre las aguas le hace experimentar la misma fragilidad que luego lo llevará a negar cobardemente a Jesús. Mientras Pedro miraba a Jesús y confiaba en él, podía caminar sobre las aguas, pero al poner su atención en la tormenta que lo rodeaba, comienza a hundirse. Jesús lo acusa de desconfiado para que descubra que su fuerza no está en sí mismo, sino en el poder y la obra de Jesús a través de él. Pero a pesar de la falta de docilidad de Pedro, Jesús escucha su grito, extiende su mano llena del poder divino, lo toma, y lo levanta.

También nosotros podemos pedir auxilio en momentos de extrema necesidad, exigiéndole a Dios una solución, pero puede suceder que nuestro corazón no esté lleno de confianza en él, que no permitamos que él lleve nuestra vida. Aún cuando le pedimos socorro, nuestra mirada está puesta en las dificultades, en las tormentas, pero no en él, en sus ojos, en su amor.

Tú eres la perla fina / Domingo 24 de julio de 2011

La liturgia de hoy nosofrecen dos pequeñas parábolas unidas: la del tesoro y la de la perla fina. Parecen iguales, y a simple vista el mensaje de las dos es el mismo, pero en realidad no es así, porque cada una muestra un aspecto diferente de nuestra relación con Dios.

Mi remos con atención. Se está hablando del Reino de Dios, que en realidad es Dios mismo reinando con su presencia en este mundo. La primeraparábola dice que Dios es como algo muy valioso que nosotros podemos encontrar.

Haberlo encontrado a él, por pura gracia, porque él se dejó encontrar, es hallar un tesoro; y si verdaderamente lo hemos encontrado, eso nos llena de gozo, y nos damos cuenta que vale la pena entregarlo todo por ese tesoro. Está escondido, pero escondido en medio de las cosas de nuestra vida. Parece oculto, pero está a mano.

La segunda parábola, en cambio, dice que Dios es como un comerciante. Él no es la perla fina, sino un comerciante que anda buscando perlas finas. Pero ¿cuáles son las perlas finas? Evidentemente somos nosotros, que para sus ojos de Padre tenemos un inmenso valor. Por eso nos busca. Nos queda otra pregunta.

¿Qué es lo que él puede vender para comprarnos? La respuesta está en varios textos de la Biblia que lo expresan con claridad (Hech 20, 28; 1Cor 6, 20; 1Ped 1, 18-19). El Padre Dios nos ha comprado con un alto precio, la sangre preciosa de su propio Hijo. Y eso debe hacernos descubrir que no podemos vendernos a cualquier cosa.

Vemos entonces que las dos parábolas unidas nos invitan a dos actitudes diferentes: por una parte, a reconocer a Dios como el mayor tesoro y a amarlo con gozo y con todo el ser, y por otra parte, a dejarnos amar por él, a dejarnos encontrar, a experimentar con gozo su mirada de amor que nos valora tanto, que entregó a su propio Hijo amado por nosotros.

Sin juzgar / Aprender a aceptar las diferencias

Vinimos a este mundo para aprender a amar y ser amados. Un hombre estaba poniendo flores en la tumba de su esposa, cuando vio a un chino colocando un plato de arroz en la tumba vecina. El hombre se dirigió al chino y le preguntó, levemente burlón:

−Disculpe, señor, ¿de verdad cree usted que el difunto vendrá a comer el arroz? −Sí −respondió el chino−, cuando el suyo venga a oler sus flores…

Juzgar nos separa del otro

Juzgar constantemente a las personas que nos rodean obstaculiza nuestros vínculos, porque nos separa de ellas. Por el contrario, la actitud de asentir −decir sí− al otro tal como es, nos ayuda a relacionarnos sanamente.

Los juicios anulan nuestra capacidad de percepción y, muchas veces, nuestra objetividad. Si decimos que alguien es soberbio, captamos los signos de soberbia que reafirman nuestro juicio, pero no percibimos todos sus signos de humildad, recortamos la realidad, no la integramos.

Quizás aprendimos a hacerlo

Si, en los vínculos primarios de nuestra vida, hemos sido juzgados, aprenderemos a vincularnos juzgando al otro. Actuaremos tal como lo hicieron con nosotros y lo justificaremos de distintos modos: que lo hacemos para ayudar al otro, que lo hacemos porque lo queremos, que lo hacemos para mejorar al otro, etc.

Cuando vivimos juzgando a los demás, nos colocamos en una posición de superioridad: la de quien decide y sabe lo que está bien y lo que está mal; y qué actitud es la correcta en cada situación. Y los otros están allí para recibir nuestra aprobación o reprobación. Éste el problema.

Juzgar nos aleja del paraíso

El juez establece los parámetros sobre lo que está bien y lo que está mal, lo correcto y lo incorrecto.

Ahora bien, la pregunta es ¿estamos seguros de que siempre podremos proceder de la manera en que pregonamos?; ¿podemos asegurar que nunca elegiremos lo que reprobamos?, en términos del evangelio: ¿podemos tirar la primera piedra?, ¿es nuestro rol juzgar a otros?, ¿o vinimos a este mundo para aprender a amar?

Porque no vinimos al mundo para juzgar

Hay una pregunta muy sencilla y profunda, a la vez, que viene bien para reflexionar sobre este tema: ¿cómo sería yo, si eso me estuviera pasando a mí? Una pregunta que abre el corazón.

Cuando juzgamos, nos olvidamos de ponernos en el lugar del otro, cerramos nuestro corazón. Entonces, nos quedamos solos, aunque estemos rodeados de gente.

En cambio, cuando decimos sí, asentimos y no juzgamos, podemos ver al otro tal como es, saber quién es, qué le pasa, cómo se siente.

Sino para amar

Así, nuestros vínculos se hacen más profundos y sanos, éste es el verdadero significado de la incondicionalidad en el amor: ASENTIR −decir sí− sin juzgar ni querer que el otro haga o sea como yo creo que debe ser.

Comenzando por uno mismo

No nos critiquemos duramente y evitemos juzgarnos a nosotros mismos, cuando nos descubrimos juzgando a otros, porque no nos ayudará a modificar esta actitud.

Si, al advertir que estamos juzgando, nos detenemos ahí mismo, ¡ya hemos dado un gran paso!

El momento del “darse cuenta” constituye uno de los pilares fundamentales del cambio.

Si nos enjuiciamos por juzgar, fortalecemos este hábito. Aquí también debemos decir sí, asentir, luego, llegará solo el cambio deseado. Hay que darse tiempo.

Síntesis

Dejar de juzgar es comenzar a conocer al otro verdaderamente. Conocer para asentir, decir sí. Quien asiente nunca está solo.

Para reflexionar:

Respetar las opiniones del otro es una de las mayores virtudes que un ser humano puede tener.

Las personas son diferentes, por lo tanto, se comportan y piensan de modo diferente.

¿Para qué vinimos a este mundo? “Vinimos a este mundo para aprender a amar y ser amados.”

La espiritualidad nos ilumina el camino

Si juzgas a la gente, no tienes tiempo para amarla
Madre Teresa de Calcuta

El Domingo / 12 de junio de 2011

El Espíritu Santo libera

Después de la resurrección,los discípulos se encierran, llenos de miedo, porque todavía debían recibir la fuerza del Espíritu Santo que los impulsará a la misión y los liberaría del temor y la cobardía.

No significa esto que el Espíritu Santo no estuviera presente de ninguna manera,y a que , según el evangelio de Juan, Jesús derrama el Espíritu cuando muere en la cruz.

Pero Jesús siba produciendo poco a poco una efusión cada vez más plena y liberadora en sus discípulos, y finalmente les haría vivir la explosión evangelizadora de la Iglesia naciente en Pentecostés.

El Espíritu Santo nos saca del encierro y del aislamiento y nos impulsa hacia fuera. Por eso tenemos que convencereditorial nos de que el Espíritu Santo nos quiere hacer vivir una espiritualidad en la acción.

No tenemos que pensar que sólo tenemos espiritualidad cuando nos encerramos a orar, porque, cuando estamos evangelizando o cuando estamos prestando un servicio bajo el impulso del Espíritu de Dios, eso es espiritualidad. Y esto vale, sobre todo, para los laicos, que están llamados a impregnar el mundo con la presencia del Espíritu.

En ese texto, Jesús infunde en sus discípulos el poder de perdonar al derramar en ellos el Espíritu Santo. Porque, si bien en la cruz Jesús nos obtuvo el perdón, es el Espíritu Santo el que derrama la fuerza de ese perdón en los corazones y los libera del pecado.

Todo lo bueno que Jesús produce en nuestras vidas se realiza por la acción íntima y profunda del Espíritu Santo que él envía. Todo consuelo,toda luz interior, todo regalo de la gracia, todo carisma y todo impulso de amor nos llegan por la acción interior del Espíritu Santo.

Por eso, si queremos liberar y embellecer nuestras vidas, tenemos que pedirle a Jesús resucitado que derrame en nuestras vidas un poco m?s del poder de su Espíritu, que llena su humanidad gloriosa.

El Domingo / 15 de Mayo 2011

El Señor es mi Pastor

En el evangelio de hoy, Jesús se presenta con dos imágenes que se entremezclan: En los versículos 1 y 2, aparece como la puerta, y del 3 al 5, como el pastor. Pero como los oyentes no comprendían estos ejemplos (v. 6), explica separadamente las dos parábolas. Del versículo 7 al 10, se presenta como la puerta, que no indica simplemente un lugar por donde se pasa, un lugar que se atraviesa y se abandona. Para los antiguos, la puerta de una ciudad era un lugar importantísimo, un lugar de reunión, de encuentro, de compra y venta, de mucha vida. Estar en la puerta era una verdadera fiesta, y ya era estar en la ciudad. Por eso, decir que Jesús es la puerta indica que en él, en su persona,hallamos los bienes de la salvación, la luz, el alimento y la vida abundante.

Es como el abrazo de un amigo que, mediante sus brazos, nos comunica toda la riqueza de su amor, y no sólo sus brazos. Por eso Jesús no dice dónde vamos a parar cuando pasamos por él, ya que entramos en él mismo, y en él encontramos al Padre. De hecho, Jesús concluye estas palabras sobre la puerta diciendo que él vino para darnos vida en abundancia (v. 10). Nosotros muchas veces estamos buscando un lugar acogedor, un espacio donde podamos sentirnos cómodos, contenidos. Pero nunca vamos a encontrar un espacio físico o un grupo de amigos que nos deje del todo satisfechos. Necesitamos otro espacio de amor que sólo podemos encontrar en el Señor. Ese espacio son sus brazos, ese espacio es él mismo. Y a él lo encontramos en cualquier parte, porque podemos vivir en su presencia. En medio del trabajo, de la actividad más intensa, en medio de las preocupaciones y de la lucha de cada día, podemos estar en su presencia, sumergidos en él; y así todo se hace más fácil, más llevadero.

P. Víctor M. Fernández

El Domingo / 24 de abril de 2011

El sepulcro vacío se llenó de esperanza y de alegría.

Los relatos de la Resurrección son bastante sobrios. El misterio glorioso trasciende todas las palabras que puedan contarlo. De hecho, el momento y la manera de la resurrección no aparecen en ninguno de los relatos evangélicos; nadie lo vio, nadie es testigo de ese instante glorioso. Jesús resucitado se va manifestando poco a poco y con distintos signos, para que puedan reconocerlo vivo.

Lo importante es que la muerte no ha sido la última palabra y que su triunfo y su vida nueva le dan sentido a nuestra vida y a nuestra esperanza: ¿Si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes? (1Cor 15, 17).

Porque nuestra fe cristiana no depende tanto de una doctrina, de un código moral, de unas costumbres, sino de una Persona que nos comunica su vida. Se destaca la fe del primer discípulo que cree en la resurrección.

Pedro vio que no estaba el cadáver, vio los lienzos y el sudario, pero no le bastó para creer. El otro discípulo, en cambio, dejó que esa escena fuera iluminada por la Palabra de Dios, por los anuncios que decían que el Redentor iba a triunfar (Is 52, 13; 53, 11) y por los anuncios de Jesús que hablaban de su resurrección.

Por eso reconoció que el Señor había resucitado. Esto nos ayuda a descubrir que también los hechos aparentemente oscuros de nuestra vida, si los iluminamos con la Palabra del Señor, adquieren un significado de vida nueva, de resurrección, de esperanza.

Así con el sepulcro vacío iluminado por la Palabra de Dios, se anunció a gritos que Cristo había vencido a la muerte.
P. Víctor M. Fernández