LECTURAS Y COMENTARIOS

Tú eres la perla fina / Domingo 24 de julio de 2011

La liturgia de hoy nosofrecen dos pequeñas parábolas unidas: la del tesoro y la de la perla fina. Parecen iguales, y a simple vista el mensaje de las dos es el mismo, pero en realidad no es así, porque cada una muestra un aspecto diferente de nuestra relación con Dios.

Mi remos con atención. Se está hablando del Reino de Dios, que en realidad es Dios mismo reinando con su presencia en este mundo. La primeraparábola dice que Dios es como algo muy valioso que nosotros podemos encontrar.

Haberlo encontrado a él, por pura gracia, porque él se dejó encontrar, es hallar un tesoro; y si verdaderamente lo hemos encontrado, eso nos llena de gozo, y nos damos cuenta que vale la pena entregarlo todo por ese tesoro. Está escondido, pero escondido en medio de las cosas de nuestra vida. Parece oculto, pero está a mano.

La segunda parábola, en cambio, dice que Dios es como un comerciante. Él no es la perla fina, sino un comerciante que anda buscando perlas finas. Pero ¿cuáles son las perlas finas? Evidentemente somos nosotros, que para sus ojos de Padre tenemos un inmenso valor. Por eso nos busca. Nos queda otra pregunta.

¿Qué es lo que él puede vender para comprarnos? La respuesta está en varios textos de la Biblia que lo expresan con claridad (Hech 20, 28; 1Cor 6, 20; 1Ped 1, 18-19). El Padre Dios nos ha comprado con un alto precio, la sangre preciosa de su propio Hijo. Y eso debe hacernos descubrir que no podemos vendernos a cualquier cosa.

Vemos entonces que las dos parábolas unidas nos invitan a dos actitudes diferentes: por una parte, a reconocer a Dios como el mayor tesoro y a amarlo con gozo y con todo el ser, y por otra parte, a dejarnos amar por él, a dejarnos encontrar, a experimentar con gozo su mirada de amor que nos valora tanto, que entregó a su propio Hijo amado por nosotros.

Sin juzgar / Aprender a aceptar las diferencias

Vinimos a este mundo para aprender a amar y ser amados. Un hombre estaba poniendo flores en la tumba de su esposa, cuando vio a un chino colocando un plato de arroz en la tumba vecina. El hombre se dirigió al chino y le preguntó, levemente burlón:

−Disculpe, señor, ¿de verdad cree usted que el difunto vendrá a comer el arroz? −Sí −respondió el chino−, cuando el suyo venga a oler sus flores…

Juzgar nos separa del otro

Juzgar constantemente a las personas que nos rodean obstaculiza nuestros vínculos, porque nos separa de ellas. Por el contrario, la actitud de asentir −decir sí− al otro tal como es, nos ayuda a relacionarnos sanamente.

Los juicios anulan nuestra capacidad de percepción y, muchas veces, nuestra objetividad. Si decimos que alguien es soberbio, captamos los signos de soberbia que reafirman nuestro juicio, pero no percibimos todos sus signos de humildad, recortamos la realidad, no la integramos.

Quizás aprendimos a hacerlo

Si, en los vínculos primarios de nuestra vida, hemos sido juzgados, aprenderemos a vincularnos juzgando al otro. Actuaremos tal como lo hicieron con nosotros y lo justificaremos de distintos modos: que lo hacemos para ayudar al otro, que lo hacemos porque lo queremos, que lo hacemos para mejorar al otro, etc.

Cuando vivimos juzgando a los demás, nos colocamos en una posición de superioridad: la de quien decide y sabe lo que está bien y lo que está mal; y qué actitud es la correcta en cada situación. Y los otros están allí para recibir nuestra aprobación o reprobación. Éste el problema.

Juzgar nos aleja del paraíso

El juez establece los parámetros sobre lo que está bien y lo que está mal, lo correcto y lo incorrecto.

Ahora bien, la pregunta es ¿estamos seguros de que siempre podremos proceder de la manera en que pregonamos?; ¿podemos asegurar que nunca elegiremos lo que reprobamos?, en términos del evangelio: ¿podemos tirar la primera piedra?, ¿es nuestro rol juzgar a otros?, ¿o vinimos a este mundo para aprender a amar?

Porque no vinimos al mundo para juzgar

Hay una pregunta muy sencilla y profunda, a la vez, que viene bien para reflexionar sobre este tema: ¿cómo sería yo, si eso me estuviera pasando a mí? Una pregunta que abre el corazón.

Cuando juzgamos, nos olvidamos de ponernos en el lugar del otro, cerramos nuestro corazón. Entonces, nos quedamos solos, aunque estemos rodeados de gente.

En cambio, cuando decimos sí, asentimos y no juzgamos, podemos ver al otro tal como es, saber quién es, qué le pasa, cómo se siente.

Sino para amar

Así, nuestros vínculos se hacen más profundos y sanos, éste es el verdadero significado de la incondicionalidad en el amor: ASENTIR −decir sí− sin juzgar ni querer que el otro haga o sea como yo creo que debe ser.

Comenzando por uno mismo

No nos critiquemos duramente y evitemos juzgarnos a nosotros mismos, cuando nos descubrimos juzgando a otros, porque no nos ayudará a modificar esta actitud.

Si, al advertir que estamos juzgando, nos detenemos ahí mismo, ¡ya hemos dado un gran paso!

El momento del “darse cuenta” constituye uno de los pilares fundamentales del cambio.

Si nos enjuiciamos por juzgar, fortalecemos este hábito. Aquí también debemos decir sí, asentir, luego, llegará solo el cambio deseado. Hay que darse tiempo.

Síntesis

Dejar de juzgar es comenzar a conocer al otro verdaderamente. Conocer para asentir, decir sí. Quien asiente nunca está solo.

Para reflexionar:

Respetar las opiniones del otro es una de las mayores virtudes que un ser humano puede tener.

Las personas son diferentes, por lo tanto, se comportan y piensan de modo diferente.

¿Para qué vinimos a este mundo? “Vinimos a este mundo para aprender a amar y ser amados.”

La espiritualidad nos ilumina el camino

Si juzgas a la gente, no tienes tiempo para amarla
Madre Teresa de Calcuta